Muere
lentamente quien no viaja,
quien no lee,
quien no oye música,
quien no encuentra gracia en sí mismo.
Muere lentamente
quien destruye su amor propio,
quien no se deja ayudar.
Muere lentamente
quien se transforma en esclavo del hábito
repitiendo todos los días los mismos
trayectos,
quien no cambia de marca,
no se atreve a cambiar el color de su
vestimenta
o bien no conversa con quien no
conoce.
Muere lentamente
quien evita una pasión y su remolino
de emociones,
justamente estas que regresan el brillo
a los ojos y restauran los corazones
destrozados.
Muere lentamente
quien no gira el volante cuando esta infeliz
con su trabajo, o su amor,
quien no arriesga lo cierto ni lo incierto para ir
detrás de un sueño
quien no se permite, ni siquiera una vez en su vida,
huir de los consejos sensatos...
¡Vive hoy!
¡Arriesga hoy!
¡Hazlo hoy!
¡No te dejes morir lentamente!
¡NO TE IMPIDAS SER FELIZ!
PABLO NERUDA
===============================
El Guardabarrera
(The Signal-Man-1866)
Charles Dickens
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*
-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! Cuando oyó
la voz que así le llamaba se
encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una
bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado,
teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda
alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar
hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado
terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre
se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial
en su manera de
hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría
sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue
lo bastante
especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura
se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo
en la profunda
zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado
por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme
los
ojos con las manos, logré verlo.
-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! Dejó entonces de mirar
a la vía, se volvió
nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de
él.
-¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted? Él
me miró sin
replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una
repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo
en
ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una
vaga vibración transformada rápidamente en la violenta
sacudida de
un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó
hasta el
punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme
tras él.
Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado
y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo
y lo vi
volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del
tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció
estudiarme con suma atención, señaló con la bandera
enrollada
hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de
distancia. "Muy bien", le grité, y me dirigí
hacia aquel lugar.
Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré
un
tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo
seguí.
El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado.
Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda
y
rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me
encontré con
que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar
el extraño ademán de indecisión o coacción
con que me había
señalado el sendero.
Cuando hube descendido lo suficiente para volverle a ver, observé
que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar
el
tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda
bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía
cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y
ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.
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Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía
y acercarme
a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura
y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío
y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se
elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier
vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por
un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo;
el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja
situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro
túnel de
cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente
y
amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo
traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío
me
penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado
el mundo de
lo real.
Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan
cerca que hubiese podido tocarle. Sin quitarme los ojos de encima
ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.
Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado
la
atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería
una
rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal
recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre
que,
confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en
libertad, sentía despertar su interés por aquella gran
instalación. Más o menos éstos fueron los términos
que empleé,
aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además
de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había
algo en aquel hombre que me cohibía.
Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima
a la boca de
aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí,
y
luego me miró.
-¿Aquella luz estaba a su cargo, no era así? -¿Acaso
no lo sabe? -
me respondió en voz baja.
Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó
la
extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.
Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de
que su mente estuviera sufriendo una alucinación.
Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté
en
sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló
la
extravagante idea.
- Me mira - dije con sonrisa forzada - como si me temiera.
- No estaba seguro - me respondió - de si le había visto
antes.
-¿Dónde? Señaló la luz roja que había
estado mirando.
-¿Allí? - dije.
Mirándome fijamente respondió (sin palabras), "sí".
- Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo
yo allí? De
todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted
jurarlo.
- Creo que sí - asintió -, sí, creo que puedo.
Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad,
y
contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.
¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir,
tenía suficiente
responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería
de
él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente
dicho;
trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar
alguna
señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro
de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido.
Página 2
Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí
me
parecían tan difíciles de soportar, sólo podía
decir que se había
adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había
aprendido una lengua él solo allá abajo - si se podía
llamar
aprenderla a reconocerla escrita y a haberse formado una idea
aproximada de su pronunciación - . También había
trabajado con
quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra.
Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para
los
números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente
de
aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía
salir nunca a
la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno,
eso dependía de la hora y de las circunstancias.
Algunas veces había menos tráfico en la línea que
otras, y lo
mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando
había
buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las
tinieblas inferiores; pero como le podían llamar en cualquier
momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba
pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era
menor de lo que yo suponía.
Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio
para
un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas,
un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla
a
la que se había referido. Confiando en que disculpara mi
comentario de que había recibido una buena educación (esperaba
que
no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su
presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias
de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones
humanas; que había oído que así ocurría
en los asilos, en la
policía e incluso en el ejército, ese último recurso
desesperado;
y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla
de
cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía
creérmelo, sentado en aquella cabaña - él apenas
si podía -)
estudiante de filosofía natural y había asistido a la
universidad;
pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado
sus
oportunidades, había caído y nunca había vuelto
a levantarse de
nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había
buscado y
ya era demasiado tarde para lamentarlo.
Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con
su
atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez
en cuando
intercalaba la palabra "señor", sobre todo cuando se
refería a su
juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más
de
lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo
que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que
salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y
darle alguna información verbal al conductor. Comprobé
que era
extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus
deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una
frase y
permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.
En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los
más capacitados para desempeñar su profesión si
no fuera porque,
mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de
pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla
cuando no
estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía
cerrada
para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima
a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto
al fuego con
la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser
capaz de
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definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.
Al levantarme para irme dije: - Casi me ha hecho usted pensar que
es un hombre satisfecho consigo mismo.
(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.) - Creo que
solía serlo - asintió en el tono bajo con el que había
hablado al
principio -. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.
Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las
había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.
-¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa? -
Es muy difícil de
explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si
me vuelve
a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.
- Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo
le parece? -
Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.
- Vendré a las once.
Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.
- Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor
-
dijo en su peculiar voz baja -. Cuando lo encuentre ¡no me llame!
Y cuando llegue arriba ¡no me llame! Su actitud hizo que el lugar
me pareciera aún más gélido, pero sólo dije
"muy bien".
- Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle
una
pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar "¡Eh,
oiga! ¡Ahí
abajo!" esta noche? - Dios sabe - dije -, grité algo parecido...
- No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras.
Las
conozco bien.
- Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque le vi ahí
abajo.
-¿Por ninguna otra razón? -¿Qué otra razón
podría tener? -¿No tuvo
la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera
sobrenatural? - No.
Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo
largo de los raíles (con la desagradable impresión de
que me
seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más
fácil de
subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún
problema.
A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer
peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las
once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida.
- No he llamado - dije cuando estábamos ya cerca -. ¿Puedo
hablar
ahora? - Por supuesto señor.
- Buenas noches y aquí tiene mi mano.
- Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.
Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su
caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al
fuego.
- He decidido, señor - empezó a decir inclinándose
hacia delante
tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas
superior a un susurro -, que no tendrá que preguntarme por segunda
vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona.
Eso es lo que me preocupa.
-¿Esa equivocación? - No. Esa otra persona.
-¿Quién es? - No lo sé.
-¿Se parece a mí? - No lo sé. Nunca le he visto
la cara. Se tapa
la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente.
Así.
Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que
expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como
"por Dios
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santo, apártese de la vía".
- Una noche de luna - dijo el hombre -, estaba sentado aquí cuando
oí una voz que gritaba "¡Eh, oiga! ¡Ahí
abajo!". Me sobresalté,
miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz
roja cerca del túnel, agitando el brazo, como acabo de mostrarle.
La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía "¡Cuidado!
¡Cuidado!" y de nuevo "¡Eh, oiga! ¡Ahí
abajo! ¡Cuidado!". Cogí el
farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando "¿Qué
pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?". Estaba
justo a la salida de la
boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó
que
continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún
más y tenía
ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.
-¿Dentro del túnel? - pregunté.
- No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas
quinientas
yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los
números que marcan las distancias, las manchas de humedad en
las
paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún
de lo que había
entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel
lugar) y
miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí
las
escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y
regresé
aquí. Telegrafié en las dos direcciones "¿Pasa
algo?". La
respuesta fue la misma en ambas: "Sin novedad".
Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente
la
espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión
óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por
una
enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían
preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído
en la
cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado
con
experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario,
dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este
valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos
que hace en los hilos telegráficos.
Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar
durante
un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento
y de los
hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches
de
invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente
que
todavía no había terminado.
Le pedí perdón y lentamente añadió estas
palabras, tocándome el
brazo: - Unas seis horas después de la aparición, ocurrió
el
memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los
muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el
mismo sitio donde había desaparecido la figura.
Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por
dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable
coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su
mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias
notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta
al
tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí
(pues me
pareció que iba a ponérmelo como objeción), que
los hombres de
sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias
en la
vida ordinaria.
De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de
nuevo me
disculpé por mis interrupciones.
- Esto - dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando
por encima de su hombro con los ojos vacíos - fue hace justo
un
año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado
de la
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sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper
el día,
estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al
espectro otra vez.
Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.
-¿Le llamó? - No, estaba callado.
-¿Agitaba el brazo? - No. Estaba apoyado contra el poste de la
luz, con las manos delante de la cara.
Así.
Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud
de duelo.
He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.
-¿Se acercó usted a él? - Entré y me senté,
en parte para ordenar
mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando
volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí
y el fantasma se
había ido.
-¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó
nada después? Me tocó en el
brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la
cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas: - Ese mismo
día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana
de uno de los
vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas
y algo
que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada
al
conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren
siguió
andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él
y al
llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había
muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron
aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos
nosotros.
Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras
desviaba
la mirada de las tablas que señalaba.
- Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como
sucedió.
No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí
una gran
sequedad de boca.
El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia
con
un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió: - Ahora,
señor, preste atención y verá por qué está
turbada mi mente. El
espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí,
más o menos continuamente, un instante sí y otro no.
-¿Junto a la luz? - Junto a la luz de peligro.
-¿Y qué hace? El guardavía repitió, con
mayor pasión y vehemencia
aún si cabe, su anterior gesto de "¡Por Dios santo,
apártese de la
vía!". Luego continuó: - No hallo tregua ni descanso
a causa de
ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí
abajo, "¡Cuidado! ¡Cuidado!". Me hace señas.
Hace sonar la
campanilla.
Me agarré a esto último: -¿Hizo sonar la campanilla
ayer tarde,
cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta? -
Por dos
veces.
- Bueno, vea - dije - cómo le engaña su imaginación.
Mis ojos
estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a
su
sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún
otro
momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.
Negó con la cabeza.
- Todavía nunca he cometido una equivocación respecto
a eso,
señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de
los
humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración
de la
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campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la
campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña
que no
la oyese. Pero yo sí que la oí.
-¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?
- Estaba allí.
-¿Las dos veces? - Las dos veces - repitió con firmeza.
-¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora? Se mordió
el
labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en
pie.
Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él
lo hacía en
el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría
boca del
túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén,
con las
estrellas brillando sobre ellas.
-¿Lo ve? - le pregunté, prestando una atención
especial a su
rostro.
Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la
tensión,
pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho
los míos cuando
los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante
antes.
- No - contestó -, no está allí.
- De acuerdo - dije yo.
Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros
asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía
llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación
con un aire
tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros
ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré
en la posición más débil.
- A estas alturas comprenderá usted, señor - dijo -, que
lo que me
preocupa tan terriblemente es la pregunta "¿Qué quiere
decir el
espectro?".
No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.
-¿De qué nos está previniendo? - dijo, meditando,
con sus ojos
fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo
de vez en cuando
-. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está?
Hay un peligro que se
cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna
desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta
tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme
a mí ¿qué puedo hacer yo? - Se sacó el pañuelo
del bolsillo y se
limpió el sudor de la frente -.
Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos
direcciones,
o en ambas, no puedo dar ninguna explicación - continuó,
secándose
las manos -. Me metería en un lío y no resolvería
nada. Pensarían
que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: "¡Peligro!
¡Cuidado!". Respuesta: "¿Qué peligro?
¿Dónde?". Mensaje: "No lo
sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado". Me relevarían
de mi
puesto.
¿Qué otra cosa podrían hacer? El tormento de su
mente era penoso
de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable,
atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible
en la que podrían estar en juego vidas humanas.
- Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro -
continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello
y pasándose una
y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y
enfebrecida desesperación -, ¿por qué no me dijo
dónde iba a
suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué,
si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando
durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por
qué no me
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dijo en lugar de eso: "alguien va a morir. Haga que no salga de
casa". Si apareció en las dos ocasiones sólo para
demostrarme que
las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera,
¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por
qué a mí, Dios me
ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación?
¿Por qué no
se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser
creído y el poder suficiente para actuar? Cuando lo vi en aquel
estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad
de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos
era
tranquilizarle. Así que, dejando a un lado cualquier discusión
entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice
ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba
correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que
él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas
desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más
éxito que
cuando intentaba disuadirle de la realidad del aviso. Se
tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a
reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la
noche. Le
dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido
a quedarme
toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.
No me avergüenza confesar que me volví más de una
vez a mirar la
luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa
luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado
debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban
las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.
Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de
cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente
de esta
revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente,
vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto
tiempo podía
seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde
de su
cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me
gustaría a mí,
por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad
de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz
de no
sentir que sería una especie de traición si informase
a sus
superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente
con él para proponerle una postura intermedia, resolví
por fin
ofrecerme para acompañarle (conservando de momento el secreto)
al
mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores
y
pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría
un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del
amanecer,
para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado
en
regresar de acuerdo con este horario.
La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano
para
disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba
por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. "Seguiré
paseando durante una hora - me dije a mí mismo - , media hora
hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo
hasta
el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía."
Antes de
seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente
hacia
abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No pude
describir la excitación que me invadió cuando, cerca de
la entrada
del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda
sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El
inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque
enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que,
de
pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros
hombres
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para quienes parecía estar destinado el gesto que había
hecho. La
luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste,
y
utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda
pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía
mayor
que una cama.
Con la inequívoca sensación de que algo iba mal - y el
repentino y
culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por
haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a
alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera- descendí el sendero
excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.
-¿Qué pasa? - pregunté a los hombres.
- Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.
-¿No sería el que trabajaba en esa caseta? - Sí,
señor.
-¿No el que yo conozco? - Lo reconocerá si le conocía,
señor -
dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose
solemnemente y levantando la punta de la lona -, porque el rostro
está bastante entero.
- Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió?
- pregunté, volviéndome de
uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.
- Lo arrolló la máquina, señor. No había
nadie en Inglaterra que
conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo
estaba
dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido
la luz y
tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió
del túnel
estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía
y
nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al
caballero, Tom.
El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al
lugar que
ocupara anteriormente en la boca del túnel: - Al dar la vuelta
a
la curva del túnel, señor - dijo -, lo vi al fondo, como
si lo
viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad
y
sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció
que hiciera caso
del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima
de él y
lo llamé tan alto como pude.
-¿Qué dijo usted? -¡Eh, oiga! ¡Ahí
abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por
Dios santo, apártese de la vía! Me sobresalté.
- Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un
segundo. Me
puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales
con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de
nada.
Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las
curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para
terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del
conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado
guardavía me había dicho que le atormentaban, sino también
las
palabras con las que yo mismo - no él - había acompañado
- y tan
sólo en mi mente - los gestos que él había representado.
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